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La exacerbación de la enfermedad.


Carmelo Anthony, Kevin Durant, y LeBron JamesUSA TODAY SportsKevin Durant es máximo favorito al MVP por su condición anotadora. Pero hay más que eso.
Cuando David Stern, comisionado de la NBA, se preparaba para tomar las riendas de manos de su predecesor Larry O'Brien, la Liga estaba sumida en conflictos graves de adicciones a drogas y racismo.
Leyendas dentro de la cancha como John Drew y Eddie 'Fast Eddie' Johnson sucumbían ante los problemas de estupefacientes, escupiendo carreras potencialmente maravillosas a causa de un flagelo que parecía ser moneda corriente en aquellos años. El racismo tampoco se quedaba atrás; eran tiempos en que toda diferencia era vista como una amenaza, el surgimiento de la otredad como foco de conflicto.
Stern detectó el problema, analizó las causas y encontró la solución desarrollando políticas de prevención, atacando los focos de conflicto con medidas ejemplificadoras y recibiendo ayuda de los máximos mandatarios estatales cuando los necesitó.
Pero quizás el verdadero cambio que propuso Stern tuvo que ver con la mercadotecnia. Y en una época en la que Magic Johnson y Larry Bird surgían como íconos de una liga que empezaba a mirar al mundo, el comisionado de la NBA comprendió que las estrellas eran las que potenciaban los negocios. "Te seré sincero, antes de que Stern sea comisionado de la Liga, pensaba que el Juego de las Estrellas era un puñado de basura", señala Bird en el libro "When the game was ours" de Jackie MacMullan.
El individualismo como modus operandi sirvió para potenciar el producto a escalas estratosféricas. La Liga que regalaba entradas para los All-Star Game, que no sabía cómo vender una taza, empezaba a desarrollar sus conceptos comunicacionales y de mercadotecnia a escala masiva.
La venta de camisetas surgió como una consecuencia de Bird y Magic. Los contratos televisivos se multiplicaron de manera geométrica y se empezó a hablar de producto global. Años después,Michael Jordan fue el ícono célebre del concepto de jugador-referente, cuyo puntapie inicial se dio con Julius Erving: más allá del talento desafiante, todos querían ser el número 23. El producto había llegado al pedestal perfecto que se había propuesto.
El básquetbol de los héroes, el concepto del mito deportivo, había encontrado la pieza perfecta para que el rompecabezas sea completo.
Con el tiempo, surgieron nuevos íconos que alimentaron el estómago de una Liga que necesitaba de esta clase de atletas. Kobe Bryant, Tracy McGrady, Allen Iverson. La lista es infinita. Anotar de manera excesiva fue sinónimo de obtener reconocimiento: lo divertido, lo seductor, lo vendible fue centrarse en uno para todos.
Jamás en todos para uno.
En la actualidad, el básquetbol encuentra el éxito deportivo en el desarrollo grupal y el éxito comercial en el desarrollo individual. Carmelo Anthony anotó 62 puntos para los Knicks ante los Bobcats y quebró la marca histórica en el Madison Square Garden, despertando suspiros de todos sus fanáticos. Kevin Durant, sin Russell Westbrook en la rotación del Thunder, almacena once partidos en fila con 30 puntos o más, la máxima racha desde que McGrady tuvo 14 en fila en la temporada 2002-03.
Todos los premios de la NBA, a excepción del título de campeonato, apuntan al mérito individual. Jugador más valioso, Jugador de mayor progreso, Sexto hombre, mejor defensor, etc. Los quintetos ideales también están conformados por distinciones individuales. Las elecciones All-Star, obviamente, no son excepción.
Anotar compulsivamente es la tentación más frecuente para esta clase de talentos. Lo hacen con facilidad y los medios de comunicación se desviven ante cada uno de sus avances grotescos. Sin embargo, esta clase de méritos duran poco y conducen a una obstinación compulsiva en el plano deportivo. Una exacerbación de la enfermedad, una exageración de su propia capacidad que conduce, inevitablemente, a la autodestrucción. Primero del jugador -por lesión o por agotamiento- y luego de su equipo, que transforma una obra ágil en un monólogo tan divertido como peligroso.
LeBron James aprendió a jugar al básquetbol (literalmente) a las órdenes de Erik Spoelstra. Y lo consiguió tras sucumbir varias veces antes de llegar al éxito. Hizo del negocio inicial de la Liga su propio negocio: dejó de ser un anotador dependiente del talento para transformarse en un catalizador de sus compañeros. Mejoró él cuando mejoró lo que estaba alrededor. La tranquilidad del éxito le permitió descansar sus artilugios en sus compañeros, para evitar las dependencias extremas. Pasó de hacer sólo una cosa a hacerlas todas: no es lo que se registra en las estadísticas sino lo que los números esquivan. Mientras James juegue al básquetbol de la manera que lo está haciendo, siempre será el más valioso.
Y eso va más allá de cualquier premio que otorguen los especialistas de turno.
Anotar compulsivamente no es sinónimo de ser mejor. Por supuesto, los "go-to guys" son los que cortan tickets, pero no necesariamente los que ganan campeonatos. Los torneos son largos y el desgaste excesivo es problemático: el jugador híbrido, cualidad que comparten LeBron, Melo y KD, debe ser la puerta de entrada hacia el resto. Un medio hacia algo mejor, no un fin en sí mismo.
"Pienso que el equipo está primero. Me permite tener éxito, le permite a mi equipo tener éxito", dijo alguna vez James.
En el cierre del legado de Stern, el modelo deportivo de la Liga empuja hacia el trabajo grupal. Spurs, Pacers, Blazers, Heat, y en menor medida Thunder, son ejemplos de esto. El marketing global por ahora hace oídos sordos a lo inevitable, porque el cambio ya se ha producido.
La exacerbación de la enfermedad nos quiere convencer, noche a noche, de lo contrario.
Píldora roja o píldora azul. Cada uno es libre de elegir entre la realidad o un mundo de fantasía.

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